Juan Soto Ivars siempre hizo gala su admiración por Knut Hamsun (Noruega, 1859-1952). Admiración literaria, en principio, en un ejemplo palmario del ejercicio clásico de «separar al autor de su obra». Al menos, de la parte más filonazi de Knud Pedersen, que se cambió el nombre en honor al nombre de la granja, Hamsund, en cuyo entorno transcurrió su infancia rural y arcádica.
«Knut Hamsun no fue una buena persona», afirma el biógrafo en los
primeros compases de su El autor y las quimeras, publicado en ese proyecto editorial de Zut que ofrece biografías breves de los más variados perfiles de la cultura: Thomas Pynchon, Jan Morris, Herta Müller o Lola Flores.
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Pero volvamos a Hamsun. Y a su vida, que se cuenta con todo lujo de detalles en esta biografía breve pero completa. ¿Qué medida debe tener una biografía? ¿Qué enfoque debe tener el relato de una vida? Anna Caballé, experta en la cosa, señala que deben poner el hincapié en «el ser trabajado». Es decir, en cuanto el biografiado puso de su parte para convertirse en quien fue.
En ese sentido, El autor y las quimeras daría la razón a Anna Caballé, puesto que Hamsun es un ser concienzudo y tozudo y corajudo. Quiere llegar a la gloria a fuer de tesón, trabajo, zancadillas, intrigas y lo que haga falta. Quiere destronar a Ibsen como gloria nacional, quiere comerse el mundo, pues tiene hambre de reconocimiento y también de salir del ambiente paupérrimo en que creció.
Y lo conseguirá. Y, es curioso, cuando todos los laureles recaigan sobre su enjuta figura, le dará ya bastante igual. Incluso le molestará, pues ha alcanzado la sabiduría que se encuentra en las antípodas de la vanidad.
Es emocionante el relato que hace Soto Ivars de esa lucha por la gloria, de esos esfuerzos por ascender en el ranking de la ATP de la carrera literaria, y de comprobar cómo, en este caso al menos, quien la sigue la consigue. Porque el
perfil de Hamsun es más de sifilítico que tuberculoso (el genial binomio es de Mathias Enard), más zorro que erizo. Es decir, se las apaña para conseguir inversores para sus proyectos insolventes, y no vacila en emigrar a América allá por 1882, en aventura que emularon 25mil noruegos como él y que, por supuesto, realizó sin un céntimo en el bolsillo.
Hay, desde luego, épica, en el ser trabajado de Knut Hamsun, aunque no por ello no logre caernos mejor a lo largo del relato que despliega el Soto Ivars metido a biógrafo. Porque no se le conoce un discurso de arrepentimiento cuando, ya casi nonagenario, ve caer el imperio nazi al que alentó en diferentes tribunas.
Claro que ese filonazismo tendría un origen particular, si es que se pueden justificar esos crushes fascistoides. Porque el escritor sifilítico contraerá, paradojas del destino, la tuberculosis en Nueva York. Y ahí desarrollará una aversión hacia el capitalismo, hacia todo lo que huela a anglosajón, que podría mitigar o hacernos entender de una manera menos maximalista sus coqueteos nazis.
Y, de paso, a esos millones de alemanes que encontraron en Hitler algo más que un instrumento para satisfacer su antisemitismo. Una némesis contra el antiguo imperio británico y sus antiguas trece colonias que sostenía las quimeras nazis que, pese a todo, estaban imbuidas de ‘valores’, de megalomanías. Y, recordemos, bajo la denominación «socialista». ¿El fascismo socialista? Nacionalsocialista, que es otra manera de llamar a la extrema derecha.
Todo esto lo explica Ivars en párrafos como este:
«En las granjas inmensas de Estados Unidos, germinó otra de las raíces profundas de su odio al mundo liberal y capitalista, clave en su adoración por el nazismo. No había empezado el siglo XX y en el campo norteamericano las máquinas ya dominaban la tierra. Las granjas no tenían dueños apegados a la tierra, sino que eran propiedad de corporaciones y accionistas que vivían en torres de acero, muy lejos».
Así que el hombre malo de Noruega podía tener ese fondo quimérico que, juzgado de ese modo, no solo ayuda a entenderlo a él sino al siglo XX. Ese siglo XX que intuye el mundo automatizado, alienante, industrial, deshumanizado que ya definió Georg Simmel en La metrópolis y la vida mental con
lo de la sensación blasé.
Ahí me empieza a interesar más Hamsun, autor del que no he leído nada, por cierto, quizá porque la edición que tengo de Hambre es de las de letra prieta en páginas color gabardina.
Pero, más que sus primeras obras, con toda esa ambición propia de la juventud más afanosa, el Hamsun de madurez parece más atractivo. El que, pese a estar en la cumbre de la cima literaria, sigue escribiendo, dando muestras de que lo suyo era vocación literaria y no tanto arribismo. Porque un escritor es aquel que, pudiendo hacer cualquier otra cosa, sigue escribiendo.
Antes, publicó obras que lo entroncarían con un Henry David Thoreau y que pegarían en editoriales como Errata Naturae. Como La bendición de la tierra que, de hecho, la publicó Nórdica.
¿De qué va esa obra? Esto se lee en la sinopsis:
«Hamsun, en este canto a la vida rural y a esos primeros colonos que, con su esfuerzo, poblaron Noruega, critica el progreso, a la vez que idealiza la vida en contacto con la naturaleza y con esa tierra que, para él, es la base de la fuerza del hombre».
Del libro de Soto Ivars extraigo el retrato de un hombre de su tiempo, es decir, el de un tiempo corrompido, o que se iba corrompiendo, tanto que los que nacimos después ya damos por hecho y asumimos, con ignorante resignación, el estado de cosas. La sensación blasé cotidiana.
Quizá leer a Hamsun, eso que no he hecho todavía, no despierte a ese animal fascistón, sino al buen salvaje que habita en nosotros y que quizá no esté del todo perdido.
Claro que si se hubiera alejado de ese nazismo romantizado, el camino hacia su obra sería menos incómodo. Porque ya tenía cierta edad y había visto algo de mundo, cuando, tras el suicido de Hitler, en lugar de redactar una nota de repulsa, como se esperaba en alguien meritorio del Premio Nobel (que recibió en 1920), dedicó una «elogiosa necrológica del dictador».
Se suicidaba su Führer, pero se suicidaba él también, de manera pública. Sin embargo, la controvertida gloria nacional, el escritor más odiado y querido, seguía escribiendo. Y comprometiendo a público y crítica ya que, hecho un trapo, logró mandar a imprenta su último libro, Por senderos que la maleza oculta.
La crítica, dice Ivars, tuvo que admitir que era una obra maestra, como ya su título, de fuerte atractivo silvestre, sugiere.
¿Qué hacemos con Hamsun? Después de leer esta biografía editada por Zut, y de conocer el trasfondo de sus quimeras, aceptando su particular tara moral para leer las atrocidades de su tiempo, sí me gustaría acercarme a algunos de sus títulos.