Los diez relatos recogidos en Me voy de aquí (Editorial Nazarí) suponen un estreno literario en el que el lector de calidad querrá instalarse.
Carlos Battaglini (Lanzarote, 1976) se mueve, de momento, en el terreno de la prosa y en el de los relatos. Si al precoz y malogrado poeta palmero Félix Francisco Casanova lo asociaron con Rimbaud, a Battaglini habría que sentarle en una mesa presidida por el maestro Chéjov. ¿Razones? El oficio que demuestran unos cuentos que encarnan a la perfección la teoría de las dos velocidades de Ricardo Piglia. La historia evidente, cuyas acciones se narran, y aquella que permanece soterrada pero que es la que motiva las acciones narradas, los detalles descritos, incluso los paisajes (como en el relato Estrómboli, de Jon Bilbao). Además, en los cuentos de Battaglini no se precisan poderes adivinatorios para intuir el pálpito que late en cada historia. Si bien se mueve en el terreno de lo sutil como pez en el agua, no cae en el oscurantismo de aquellos autores que confundieron misterio con opacidad. Acaba arrimando así el ascua a su sardina con un logrado procedimiento que podríamos denominar el efecto Battaglini y que desglosaremos a continuación.
Con Me voy de aquí (Editorial Nazarí), el autor español entra con decisión en el panorama narrativo con un conjunto de diez relatos de un escritor debutante, pero con las hechuras de un veterano. No en vano son el fruto de una elaboración lenta, el jugo literario de un autor se toma muy en serio su trabajo. Miembro emérito del Servicio Exterior de la Unión Europea, Carlos Battaglini se ha centrado en los últimos años en su vocación literaria; pero el poso de sus estancias en países tan a desmano como Liberia o Papúa Nueva Guinea ha forjado su carácter y moldeado su mirada.
El diablo está en los detalles
Sorprende que, en un primer libro, se aprecie la huella de las voces más talentosas su generación, formen parte, o no, de su particular escuela. Como, en concreto, las de Elvira Navarro o Eider Rodríguez, maestras de la creación de atmósferas inquietantes con un fondo lírico y dueñas de una capacidad de observación y captación del detalle digno de elogio. Battaglini, asiduo lector de Cortázar, Carver o Faulkner, se enmarcaría en esa liga de los escritores que acuden al universo micro para componer después, a la postre, un cuadro macro. De lo particular a lo general, dicho de otro modo, pero con un descenso a lo minúsculo para el que hay que estar capacitado. Una espeleología hacia los detalles que solo los autores dotados con esa sagaz visión son capaces de traer a la superficie.
Entrar en el relato
Basta adentrarse en los dos primeros textos de Me voy de aquí para probar las mejores mieles del efecto Battaglini. Ambos marcan la pauta de lo que vendrá después y más que un aperitivo son ya platos fuertes. En el primero, ‘Amigas’, asistimos a la rivalidad entre dos amigos que cuestionaría los límites de la sororidad. Un relato que mete el dedo en la llaga en algo tan humano como los celos entre pares y que ya inmortalizó Morrissey en una potente canción: We Hate When Our Friends Become Succesful.
Ah, el éxito ajeno. Y cómo duele cuando es el espejo invertido de la emancipación de los demás, de que el camino que tomó el otro no sabemos si es más acertado, pero al menos luce más. Battaglini trabaja, con esa relación entre Eloísa y Mónica, esas pasiones atávicas cuya sangre no suele llegar al río. Al contrario, son frustraciones, ese no haber vivido, viajado, con una vida circunscrita al mullido y lacerante ritmo de la rutina, que acaban generando tumores en el alma de difícil eliminación. Es más, hay que cargar con ese equipaje, cuyas piezas peor acomodadas afloran en los momentos menos pensados. Como cuando los niños gritan frases tan aparentemente inofensivas como: «¡Mamá, ven a ver el puzle del mundo!».
Tanto en ‘Amigas’ como en el siguiente ‘Boda’, el autor parte de una bruma inicial que se disipa del tal modo que el lector se siente, más que lector, un particular convidado, en este caso, a un enlace matrimonial. La prosa de Battaglini no es la del thriller ni del relato que busca la sorpresa apabullante del final. Como dijimos, se mueve más en las latitudes de la tradición que inauguró Chéjov, y que continuaría la escuela norteamericana de los Hemingway, Cheever y Carver. Donde parece que no pasa nada, está pasando todo.
Invitados a la boda
Hay, pues, algo de prodigioso en la capacidad de Carlos Battaglini para, en su primer libro, lograr que el lector se sienta mucho más que un simple lector. Como si adaptara la condición de personaje, de invitado invisible que traspasa esa cuarta pared literaria para formar parte de la comparsa dramática creada.
Así sucede en relatos como ‘Boda’, en el que asistimos a un conato de enlace alternativo. El que desearía el protagonista, Ricardo, Richi, con la luminosa Sandra, capaz de generar la sensación de que «la vida terminaba y nacía ahí» a su paso.
El lector asiste, como un voyeur privilegiado, al desastroso cortejo que Richi despliega ante Sandra, que elude con grácil elegancia las torpes maniobras del protagonista para conquistarla. Mientras, la boda va entrando en esa fase decadente en que solo quedan los últimos de Filipinas. Náufragos de la noche que se adentran en los locales que aún no han echado el cierre, antros con «luz rojiza de laboratorio» que acogen a quienes buscan la última tabla de amor a la que aferrarse. Como ese Richi que dormirá, otra vez, solo, mientras los novios celebran su primer noche triunfal y Sandra…
Diez relatos, con fuerza poética, hallazgos estilísticos y acertadas perlas de humor que atrapan al lector que busca calidad literaria y que, a diferencia de la declaración de intenciones del título, logran que uno quiera quedarse en cada uno de ellos. Es el efecto Battaglini.